Lo primero que llamaba la atención al conocer a Aurelio Menéndez era que todos le llamarán Don Aurelio, incluso cuando no estaba presente. Era una mezcla de respeto y de temor. Nadie se atrevía a citarle por su apellido. Era Don Aurelio, por autoridad y por poder. Era un catedrático a la antigua. El departamento era su casa. Creó la Escuela Asturiana de Derecho Mercantil, una rama del tronco de Garrigues y Uría. Con mano izquierda decidía quien iba a ser promocionado y quien iba a ser descartado. A todos les buscaba una salida. Siempre amable, incluso cuando te decía al oído en un salón de grados: “Lo siento, he hecho todo lo que podía”. Era un padre para todos. Lo sabía todo de cada uno, hasta de las cuestiones más personales. Le pedían el visto bueno hasta en los matrimonios. Cuidaba a los hijos de sus colegas como esperaba que los demás cuidaran a los suyos. Con los alumnos era un maestro. Les tuteaba dejando claro que el trato era de usted. Les daba sabios consejos. Nadie le discutía. Era un hombre que no pasaba desapercibido. Siempre elegante, sin perder la compostura. Sabía hacer uso de los privilegios. Se rodeaba de los mejores. Siempre estuvo cerca del poder, desde la educación y el derecho. Fue tutor del Rey. Sabía de donde venia y a donde quería llegar. Supo combinar la universidad con la abogacía. Excelente combinación como podían apreciar los clientes de su despacho. Era orgulloso y no soportaba la traición. De ahí su renuncia como magistrado del Tribunal Constitucional. Conocía las debilidades del ser humano y también sus grandezas. Con el se cierra una época. La universidad ha cambiado, los despachos han cambiado. Descanse en paz, Don Aurelio.