Alberto Ruiz Ojeda, Universidad de Málaga
Me dispongo a glosar, una vez más y en este mismo medio, las aportaciones de Paulo Duarte, uno de los autores que más me ha ayudado a entender la riquísima realidad simbólica del dinero. Se trata de su reciente artículo “Obrigaçoes de dinheiro (obrigaçoes monetarias) e obrigaçoes de bitcoins”, que acaba de ser publicado en la Revista Estudos de Dereito do Consumidor [Centro de Dereito do Consumo de la Facultade de Dereito de la Universidade de Coimbra, nº 14 (2018), pp. 343-381].
A este propósito, me vienen recuerdos de hechos lejanos en el tiempo que demuestran la espontaneidad con que un ser humano tan elemental como yo –y otros con quienes interactué- es capaz de construir un sistema monetario entero y verdadero. Había en mi pueblo tres o cuatro algarrobos retorcidos, situados en un paraje inhóspito y difícilmente accesible, un promontorio rocoso y árido que culminaba, con casi todo su perímetro, una pendiente abrupta. Había que tener arrestos para subir allí.
Empleábamos las semillas del algarrobo (alojadas en el fruto, la algarroba) para el intercambio en transacciones y para recompensar a los ganadores en nuestros juegos infantiles. Las semillas del algarrobo son sorprendentemente coriáceas y duraderas, también para mantener su capacidad germinativa, además de gratas a la vista y homogéneas entre sí. No supe hasta mucho más tarde que fueron empleadas originariamente como patrón para medir y pesar el oro y otros metales preciosos: de su nombre en griego keration (κεράτιον) deriva quilate.
Ocupa un lugar central en las elaboraciones de Duarte la noción de sistema monetario, que expresa la esencia de su visión sistémico-funcional del dinero. Los componentes de los sistemas monetarios son cuatro: a) unidad monetaria o unidad de cuenta; b) uno o más soportes monetarios que representan dicha unidad; c) una comunidad monetaria que acepta y emplea la moneda; d) uno o más productores de los soportes monetarios. El dinero o moneidad –si me permiten el palabro, que extraigo del inglés moneyness– cumpliría mediante el sistema monetario todas y cada una de sus clásicas funciones: unidad de cuenta, medio de cambio y reserva de valor. Dicho en corto, el dinero no es aquello que el dinero hace (perspectiva realista-funcional, comúnmente empleada), sino que cada vez que, mediante una institución, se cumplen simultáneamente esas tres funciones, estamos ante una realidad auténticamente monetaria, de las muchas que puede haber y, de hecho, hay.
La evocación de mi niñez surgió instantáneamente al leer a Duarte. Teníamos un sistema monetario completo, o sea, una moneda: la semilla de algarrobo era la unidad monetaria o de cuenta (igual que para los quilates), las semillas físicas el soporte monetario que representaba dicha unidad, la comunidad monetaria nuestra pandilla de amigos y los algarrobos (árboles) los productores de soportes monetarios. Además, conseguíamos algo imprescindible para la perdurabilidad del sistema y de nuestra moneda: ser vehículo, sustento y custodia de valor, del valor que había que tener para conseguir algarrobas. Porque se trataba exactamente de eso, de traducir simbólicamente, de representar monetariamente el coraje. El gordito de la pandilla debía ingeniárselas para ganar a las cartas si quería semillas de algarrobo, ya que era incapaz de subirse al cerro, mientras que el intrépido obtenía chocolate –que devoraba con fanfarroneo- a cambio de su osadía. La moneda hace posible la colaboración y el intercambio entre sujetos desiguales y fomenta la especialización de funciones, de ahí que cumpla, al contrario de lo que algunos piensan, un papel inclusivo fundamental. El dinero es dinero porque, al mismo tiempo, presupone y conforma una comunidad de usuarios/aceptantes. Para que todo esto sea posible, el valor debe ser preservado, es decir, en mi historia infantil, había que impedir que se pudieran introducir en el circuito monetario semillas de algarrobo procedentes de orígenes más fácilmente accesibles, que no fueran de aquellos árboles (no había otros, que nosotros supiéramos, en el pueblo). Y es que, como con enorme finura explica Duarte, las obligaciones dinerarias, o sea, expresadas en dinero son, ante todo, deudas de valor (aunque no toda deuda de valor es una deuda de dinero) o, lo que es lo mismo, deudas monetarias, o sea, moneda, porque la moneidad es un valor representado, simbolizado.
Los bancos centrales y los bancos comerciales cumplen en los sistemas monetarios convencionales la misión de creadores de soportes monetarios (metálico, papel moneda y dinero escriturario) y, por tanto, de preservadores del valor de la moneda y, con ella, del precio de los bienes y servicios. Le llamamos política monetaria. El trade-off entre la comunidad monetaria y los bancos centrales/comerciales es la siguiente: el privilegio de la creación de moneda de curso legal comporta la obligación de impedir que la moneda se devalúe o sobrevalúe fuera de unos márgenes esperables mediante la emisión o restricción excesivas de soportes monetarios adicionales. En el trasfondo de este pacto se encuentra la limitación del señoreaje o impuesto inflacionario, del beneficio repentino y exorbitante que el emisor obtiene como diferencia entre el coste de producción de cada nuevo soporte monetario y lo que puede adquirir con él. El mecanismo y el concepto de curso legal, así como la independencia de los bancos centrales, fueron introducidos precisamente para contener la tentación inflacionaria del poder público: si los impuestos se pagan con la moneda de curso legal que, a su vez, es empleada para la adquisición de bienes y servicios, el emisor de moneda se pega un tiro en el pie si provoca que el dinero que recauda le confiera un menor poder de compra.
Pero los bancos centrales/comerciales no son necesarios en el caso de las criptomonedas, ya que la tecnología de bloques (blockchain) garantiza la no introducción de soportes monetarios espurios, es decir, distintos de los asignados ex novo a los miners que hacen posibles las transacciones seguras y no replicables, con un límite máximo total de unidades monetarias en un horizonte temporal prefijado. El valor de las criptodivisas depende exclusivamente, por tanto, de su aceptación como medio de cambio y reserva de valor por los integrantes de la comunidad monetaria, así como de su tasa de canje con otras monedas, que refleja el grado de aceptación de cada divisa –o valor relativo- por su comunidad monetaria y por las comunidades monetarias de otras divisas.
Si no he entendido mal, se seguiría una consecuencia fundamental de la explicación de las criptomonedas que Duarte ofrece en su ensayo. En mi opinión (esto no se dice en el artículo), la completa ausencia de los bancos centrales/comerciales y su sustitución por un esquema plenamente descentralizado y que garantiza eficazmente la no manipulación del valor de las divisas digitales comportaría la desaparición de la redistribución de rentas que habitualmente se lleva a cabo mediante la política monetaria.
Por referirme a una operatoria tan aparentemente burda como bien conocida, el mantenimiento por los bancos centrales de tipos de interés negativos transfiere rentas –intencionalmente, como es obvio- desde los acreedores/ahorradores a los deudores/consumidores/inversores. Las divisas digitales no solo impiden esto, sino que lo hacen innecesario. En modo alguno quiero decir que la redistribución no tenga lugar en un sistema monetario sin bancos centrales/comerciales, ya que la función redistributiva es intrínseca a las transacciones como instrumentos asignativos de recursos –es clara mi discrepancia con J.S. Mill, tan partidario de disociar ambas funciones-; simplemente, la redistribución no es intencional.
Sí que introduce Duarte en su trabajo consideraciones sobre la teoría subjetiva del valor de la escuela austríaca, que comparto plenamente, y sobre un rasgo inevitable y obsesivamente escamoteado por el mainstream monetarista (cuelga todavía sobre Hayek en los manuales el baldón de impertinente promotor del dinero privado), la rivalidad entre sistemas monetarios, entre divisas, reprimida por el régimen imperante, causa de ruinas pasadas, presentes y futuras. Quiero pensar que nuestro autor convendría conmigo en que el dinero es un lenguaje del valor, un vehículo de expresión (como significante) de preferencias subjetivas y que, como todo lenguaje, permite la comunicación, la cooperación y el intercambio entre sujetos con percepciones asimétricas (disposiciones de compra y disposiciones de venta) sobre realidades no necesaria ni exclusivamente patrimoniales.
La historia real de los algarrobos, al hilo de la lectura de Duarte, me ha ayudado a entender algo de todo esto. Por cierto, debo aclarar, para terminar, que el gordito cagoncete era yo.