Fernando Zunzunegui
Publicado en El Economista
La presente crisis económica comienza en julio de 2007. Es entonces cuando se manifiestan los efectos de la venta de productos derivados de hipotecas basura y su alcance para el sistema financiero global. Cambia el ciclo económico y las perspectivas sobre la evolución de los tipos de interés. Los bancos empiezan a ser conscientes de la necesidad de reforzar sus recursos propios y de cubrirse frente al impacto de la previsible bajada de los tipos sobres sus márgenes.
En España las finanzas están bancarizadas. La distribución de los productos financieros tiene lugar casi exclusivamente a través de las redes de sucursales de las entidades de crédito. Los clientes confían ciegamente en el gestor de su sucursal. Se sienten asesorados por profesionales de las finanzas. Aprovechando esta relación fiduciaria, muchas entidades colocaron a partir de 2007, entre su clientela minorista, participaciones preferentes y swaps, productos financieros complejos y de alto riesgo. Con las participaciones preferentes reforzaban sus recursos propios. Con los swaps, se cubrían frente a la bajada de tipos. Con estos productos trasladaban a los clientes los riesgos de la crisis.
Preferentes y swaps son productos peligrosos, pero con una peculiaridad, el peligro sólo se percibe cuando nos explota en la cara, como una tostadora que sale mal de la fábrica y en cualquier momento puede causar un accidente. Los clientes no eran conscientes del riesgo en el momento de la compra. Lo descubren cuando estalla el producto y se materializan las pérdidas. Esto ocurre en las preferentes, cuando el inversor pide el reembolso de sus ahorros. En ese momento descubre que en lugar de un producto de renta fija con un cupón seguro, lo que tiene es un producto perpetuo, sin liquidez y, en muchos casos, sin cupón. A su vez, en los swaps, vendidos como un seguro, el riesgo se percibe al querer cancelarlo y pedir el banco, en concepto de liquidación anticipada, cantidades astronómicas.
Los clientes se sienten engañados y tienen razones para ello. El banco de su confianza les ha colocado, sin saberlo, en una situación de riesgo que les está generando pérdidas muy elevadas. Reclaman al banco y al supervisor, sin ser reparados. Como última defensa les queda acudir a los tribunales. Lo hacen de la mejor manera posible, acudiendo a acciones colectivas que acumulan en un único procedimiento todas las demandas. Comparten abogado, procurador y peritos, y pueden probar con mayor claridad las malas prácticas bancarias. Tienen razón en el fondo y la forma les resulta conveniente. Los jueces comienzan darles la razón condenando a los bancos por falta de información. Admiten la acumulación, ya que la obligación de informar no depende del perfil del cliente. Todo cliente tiene derecho a saber lo que compra. Y si el banco no prueba que informó al cliente, debe responder. Es una responsabilidad profesional similar a la de los médicos. Deben informar al paciente del riesgo de la operación, incluso a aquellos pacientes que han visitado con frecuencia el hospital. Y responden cuando no han recogido el consentimiento informado antes de operar.
Pero la banca reacciona. Si no hay razones de fondo, entonces ¿por qué no cambiar las reglas del juego a mitad de partido? Con esta nueva estrategia, se oponen de forma sistemática a la acumulación de acciones con el fin de parar las demandas colectivas. Poco les importa que el Tribunal Supremo tenga una jurisprudencia consolidada favorable a la acumulación de acciones en demandas colectivas.
Despreciando estos argumentos, alguna Audiencia Provincial ha estimado la pretensión bancaria de no aceptar la acumulación de acciones provocando la indefensión de inversores que habían logrado la condena al banco en primera instancia. No hay en estos casos pronunciamiento alguno sobre el fondo del asunto. Nada se razona sobre el incumplimiento de la obligación de informar de los riesgos de los productos colocados. Es una resolución extravagante que no se entiende. Tira del mantel y pretende que la comida se sirva en mesas individuales. ¿Cómo es posible que en los postres se nos pida que volvamos a sentarnos a comer en mesas separadas?, se preguntan los clientes afectados.
Pero lo peor es el momento en el que llega esta sentencia. Estamos en una crisis en la que los propios bancos reconocen sus excesos. Y los clientes confían en la Justicia como último recurso para obtener una reparación. Sin embargo, resolviendo en contra de la unión de los inversores minoristas, se les niega el derecho a una tutela judicial efectiva. Hay que tener en cuenta que las demandas colectivas constituyen la única opción para acceder a los tribunales con igualdad de armas. Privarles de este acceso a la Justicia es empujar a la desesperación a miles inversores que se siente engañados por las malas prácticas bancarias.