Según la hipótesis de los mercados eficientes de Eugene Fama de los años setenta del siglo pasado a través de la transparencia se puede superar la asimetría que existe entre la industria financiera y el consumidor. Las asociaciones de consumidores siguen en buena medida ancladas en esta hipótesis. De hecho, colaboran con las autoridades en las campañas de educación financiera para empoderar al consumidor y capacitarlo para que responda de sus decisiones. Pero lo cierto es que la transparencia es un mito. En el mercado financiero, con productos complejos de alto riesgo, por mucha información que se entregue, el consumidor jamás podrá llegar a comprender las implicaciones jurídicas y económicas de los productos que contrata. Conocer la naturaleza y riesgos de las participaciones preferentes, los swaps, las hipotecas multidivisas o los suelos en los préstamos a interés variable queda fuera de su alcance. El consumidor carece de los conocimientos y competencias para analizar los riesgos financieros, además de padecer sesgos cognitivos. Son las entidades que diseñan los productos, en la actualidad los algoritmos con inteligencia artificial que los conforman, quienes pueden llegar a comprender sus implicaciones financieras. Con la aplicación indiscriminada del principio de transparencia material en el mercado financiero se podría llegar a anular cualquier producto financiero. Las abstracciones financieras quedan fuera del alcance de la comprensión del consumidor. Basta con acercarnos a la fórmula de compensación por cancelación anticipada de un préstamo hipotecario para descartar su compresión por personas no expertas en finanzas. Por esta razón, hay intermediarios financieros que deben actuar en el mejor interés del cliente.
En esta materia se entrecruzan las normas generales del Derecho del consumo y las normas de conducta del mercado financiero. La integración de las normas de conducta en la relación contractual es lo que permite dotar al mercado de seguridad jurídica. Desde que se implantó el sistema MiFID en 2004, la transparencia ha dejado de ser la principal medida de protección del consumidor financiero. Lo principal es la buena conducta del intermediario quien debe orientar la decisión del consumidor y ofrecerle productos que satisfagan sus necesidades. La información se reduce a los elementos esenciales en forma de avisos de riesgo. Hay un doble filtro en la protección del consumidor, el de gobernanza de productos, que impide diseñar o distribuir productos que no satisfagan las concretas necesidades de los clientes a los que se destinan, y un segundo filtro, de evaluación del perfil del cliente en el momento de comercialización del producto con el fin de ofrecerle productos convenientes o remendarle los más idóneos. Así la concesión de crédito debe ser responsable, adecuada a la solvencia del cliente que se endeuda. A su vez, las recomendaciones de inversión deben ser idóneas a los objetivos y capacidad de soportar pérdidas del cliente. Son los supervisores financieros quienes deben velar por el cumplimiento de las normas de conducta y en caso de incumplimiento gestionar la reparación universal de los perjudicados.
Con buen criterio, el Tribunal Supremo aplica el Derecho del consumo teniendo en cuenta las normas de conducta de los intermediarios. Es una jurisprudencia volátil que va madurando, en una interacción natural con la europea. Lo importante es lograr seguridad jurídica para entidades y clientes. Desde esta perspectiva llama la atención que una asociación de consumidores haya denunciado ante la Comisión Europea el «negacionismo» del Tribunal Supremo de los derechos de los consumidores y su actuación en favor de los bancos contraria a la seguridad jurídica. Colocarse en la “trinchera de la litigiosidad” descalificando al Tribunal Supremo no contribuye a proteger los intereses generales de los consumidores.
Como examinamos en una reciente publicación la jurisprudencia del Tribunal busca la seguridad jurídica y la equidad integrando las normas de conducta en el Derecho del consumo. La diligencia debida del profesional la marcan las normas de conducta. Lo relevante es la adecuación del producto al perfil del cliente. En esta jurisprudencia hay altibajos, justificados por la falta de una doctrina que delimite los estándares profesionales. Es una nueva construcción al descubierto. Sin duda, el retraso en la creación de la Autoridad Protectora del Cliente Financiero dificulta la labor del Tribunal Supremo. Falta la decantación de los criterios técnicos a través de dicha Autoridad como mecanismo de resolución alternativa de conflictos, con resoluciones que interpreten y aclaren las normas de conducta. Este mecanismo tendrá potestad para imponer la reparación universal a todos los perjudicados una vez constatado el incumplimiento. Un horizonte a compartir para alinear los intereses de las entidades con los de los clientes y superar la masa de contenciosos.