Fernando Zunzunegui Léalo en PDF

%name La complejidad si importaLa Ley distingue entre instrumentos financieros complejos y no complejos con el fin de reforzar la protección al cliente. Como dice el Diccionario de la RAE, algo es complejo cuando se compone de elementos diversos, por lo que resulta complicado de entender. Es enmarañado o difícil. Lo cual es de absoluta relevancia cuando estamos hablando de productos financieros que se ofrecen en el mercado. La complejidad dificulta la comprensión de la naturaleza y riesgos del producto, de tal modo que la oferta de instrumentos complejos intensifica las obligaciones de información del intermediario financiero.

Por esta razón, llama la atención el contenido y las conclusiones del artículo “Las participaciones preferentes son «productos complejos», pero eso nada importa” de Ángel Carrasco Perera, catedrático de Derecho civil y consejero académico de Gómez-Acebo & Pombo Abogados y Karolina Lyczkowska, abogada de DLA Piper, publicado por el Centro de Estudios de Consumo de la Universidad de Castilla-La Mancha, el 2 de septiembre de 2013.

En primer lugar conviene destacar la labor que está realizando CESCO, bajo la presidencia de Ángel Carrasco Perera, cuyas aportaciones en materia de Derecho del consumo tienen un alto rigor técnico-jurídico. No obstante, sorprende su falta de neutralidad en relación con la protección del consumidor financiero, con un sesgo hacia las posiciones habitualmente mantenidas por la banca, como ocurre en el reciente artículo sobre los instrumentos financieros complejos.

En el mismo título del artículo los autores anticipan que en su opinión la complejidad del instrumento financiero nada importa en relación con la protección del cliente financiero, cuando basta acudir al segundo párrafo de la exposición de motivos de la Directiva 2004/39/CE, de 21 de abril de 2004, relativa a los mercados de instrumentos financieros, más conocida por sus siglas en inglés MiFID, piedra angular de nuestra regulación financiera, para descubrir que es la ampliación de la oferta de productos financieros hacia instrumentos cada vez más complejos lo que justifica una regulación armonizada a nivel europeo. Según este parágrafo de la exposición de motivos de la MiFID: “En los últimos años ha aumentado el número de inversores que participan en los mercados financieros, donde encuentran una gama mucho más compleja de servicios e instrumentos. Esta evolución aconseja ampliar el marco jurídico comunitario, que debe recoger toda esa gama de actividades al servicio del inversor. A tal fin, conviene alcanzar el grado de armonización necesario para ofrecer a los inversores un alto nivel de protección”. Principios y conceptos que sirven de criterio de interpretación del derecho interno con independencia de la fecha de transposición de la Directiva, a tenor de la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 8 de octubre de 1987, caso Kolpinghuis Nijmegen, asunto 80/86, doctrina acogida por la sentencia del Tribunal Supremo 244/2013, de 18 de abril de 2013, sobre participaciones preferentes, según la cual la MiFID “ha de ser tomada también en consideración en la interpretación de las obligaciones de la empresa que prestaba los servicios de inversión aunque cuando las partes concertaron el contrato no hubiera transcurrido el plazo de transposición”.

Carrasco y Lyczkowska consideran que calificar a las participaciones preferentes de “instrumentos financieros complejos de alto riesgo” constituye un “sesgo ideológico mediático”, cuando lo cierto es que dicha calificación es una consecuencia de aplicar las categorías legales a tenor de la publicación de la MiFID en 2004. Con esa noción se recogen las características esenciales de las participaciones preferentes, como instrumentos financieros complejos y de alto riesgo. No se trata de confundir sino de reflejar una realidad jurídica.
Estos autores se atienen a la literalidad de algunos preceptos para quitar relevancia a la distinción entre instrumentos simples y complejos, desconociendo el carácter funcional de la regulación financiera. Según esta característica hay que interpretar la norma atendiendo a la función que cumple en relación con el objetivo perseguido de proteger a los inversores (art. 14.II LMV).

Carrasco y Lyczkowska niegan que las participaciones preferentes sean un producto de riesgo, y quitan toda relevancia a su complejidad. Según estos autores, el «elevado riesgo» es un sesgo del discurso ideológico, porque no hay ningún riesgo implícito en el producto sino un riesgo de solvencia de la entidad. Lo cual les lleva a comparar las participaciones preferentes con los depósitos bancarios, pues en su opinión “lo que hace “seguro” un depósito bancario no es que el producto como tal sea seguro (de hecho, es más inseguro que un título de deuda) sino la circunstancia, totalmente ajena a la naturaleza del producto, de que hoy por hoy el crédito del depósito está garantizado por el Estado.” Según esta postura lo único que distinguiría a las participaciones preferentes de los depósitos bancarios, desde el punto de vista del riesgo, sería la existencia del seguro de depósitos. De algún modo estos autores vienen a justificar que la banca haya comercializado las participaciones preferentes como depósitos, pues los dos productos tienen en su opinión el mismo riesgo, que identifican con el de insolvencia del emisor.

De este modo Carrasco y Lyczkowska identifican un riesgo general, del que participan todos los productos financieros, el “riesgo de crédito”, es decir, el riesgo de insolvencia del emisor del producto, para considerar que ese es el único riesgo de las participaciones preferentes y de los depósitos bancarios. Pero basta leer cualquier folleto de las participaciones preferentes, por ejemplo las de Caja Madrid 2009, para identificar numerosos riesgos presentes en las participaciones preferentes que no existen en los depósitos bancarios, entre los que se encuentran el riesgo de no percepción de las remuneraciones, riesgo de absorción de pérdidas, riesgo de perpetuidad, riesgo de orden de prelación, riesgo de mercado, riesgo de liquidez, riesgo de liquidación de la emisión y riesgo de variación de la calificación crediticia.

El sesgo de los autores llega al extremo de considerar que el riesgo de liquidación de la emisión, por ejercicio de la opción que toma el emisor de cancelar a su voluntad la emisión, no es tal, pues lo que los autores bautizan como la «posibilidad de redención» en su opinión “no es un gravamen, sino algo que hoy desearían poder disfrutar todos los preferentistas”. Niegan el riesgo de la opción del emisor de liquidar de forma anticipada la emisión y lo convierten en una ventaja para los inversores.

Esta consideración la enmarcan los autores en el párrafo en el que critican, por su carga ideológica, a quienes dicen que es un producto complejo porque “incorpora un derivado implícito”. Ponen en cuestión el carácter perpetuo de las participaciones preferentes al existir una posibilidad de redención. Cuando lo cierto es que para el inversor no existe esa posibilidad. El rescate del producto es un derecho, no una obligación del banco emisor. Si el emisor ejercita la opción de cancelar la emisión de forma anticipada lo hará cuando le interese en perjuicio del cliente, su contraparte.

Para Carrasco y Lyczkowska: Nada tiene que ver “complejo” con “producto de riesgo”. Y algo de verdad tienen pues complejidad y riesgo son dos características diferenciadas. De hecho las participaciones preferentes son instrumentos complejos y además son instrumentos de alto riesgo. Pero lo cierto es que, desde la perspectiva del cliente, la complejidad del producto es en sí misma un riesgo, pues dificulta la comprensión del producto. Al adquirir productos complejos el inversor asume el riesgo de decidir sin conocimiento de causa, de comprar cegado por la complejidad.

Según estos autores las participaciones preferentes son productos financieros complejos sólo porque “no existen posibilidades frecuentes de venta, reembolso u otro tipo de liquidación de dicho instrumento financiero a precios públicamente disponibles”, en cita a un apartado del art. 79 bis.8 de la LMV que define este tipo de productos. Eso no es del todo cierto pues ese mismo artículo también considera complejos aquellos instrumentos sobre los que no exista a disposición del público información suficiente y comprensible sobre sus características de modo que permita a un cliente minorista medio emitir un juicio fundado para decidir si realiza una operación en ese instrumento. Consagra este artículo un principio vigente desde que se aprobó la MiFID en 2004, según el cual la complejidad debe ser tenida en cuenta en la oferta de productos financieros, obligando al intermediario a evaluar la conveniencia del producto atendiendo a los conocimientos y experiencia del inversor. Si el producto es complejo y no puede ser comprendido por el cliente, el intermediario debe abstenerse de ofrecerlo. Si la iniciativa en la contratación es del cliente y este insiste en contratarlo, aunque no tenga capacidad para comprender sus riesgos, la entidad le advertirá del riesgo de contratar en esas condiciones. Y, tras la reforma del art. 79 bis realizada por la Ley 9/2012, de 14 de noviembre, el intermediario solo podrá ejecutar la orden con la expresión manuscrita del cliente de que está contratando un producto no conveniente, con una expresión del siguiente tenor: “Este producto es un complejo y se considera no conveniente para mí”.

La distinción entre instrumentos complejos y no complejos es esencial en el sistema de protección del inversor como refleja el preámbulo de la Ley 9/2012, con estas palabras: “se prevén medidas de protección del inversor, de manera que la Ley da respuestas decididas en relación con la comercialización de los instrumentos híbridos y otros productos complejos para el cliente minorista, entre los que se incluyen las participaciones preferentes, con el fin de evitar que se reproduzcan prácticas irregulares ocurridas durante los últimos años”.

Frente a la postura sesgada de Carrasco y Lyczkowska lo cierto es que la complejidad si importa, es más, resulta esencial para fortalecer la protección del inversor, y este principio rige en la Unión Europea desde la publicación de la MiFID en 2004, ahora confirmado con la reforma realizada por la Ley 9/2012.

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